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El Kintsugi, su poder de transformación y algunos versos

Autora: María Paula Alzate Afanador, gestora cultural y coordinadora de proyectos Fundación Prolongar 

A los sobrevivientes de minas antipersonal

Son ellos quienes me han enseñado
que el cuerpo es un mapa,
y en su croquis, dignifican, sobreviven.

Son sobrevivientes de una tierra
que jamás quiso hacerles daño,
y por el azar en sus pasos,
emprendieron un viaje,
dieron vueltas por el aire,
para retornar así, incompletos.

En sus miradas hay perdón y esperanza
porque son hijos de las segundas oportunidades.
En algunos, el arrepentimiento los fortalece,
en otros, el honor reafirma su existencia,
y en aquellos, prima el verde, su simpleza, la clemencia,
y en sus ojos, la justicia.

Soy testigo del oro que hoy cubre sus cicatrices.
Esta vez, dan uno y con el otro, el siguiente paso, sin azar,
con esfuerzo para convivir,
disfrutar del mismo aire,
y reconciliarse bajo la inmensa certeza de que somos humanos.

 

En 2018, la Fundación Prolongar me invitó a ser parte de un sueño y sin duda, logró seducirme con uno de los retos profesionales que más satisfacciones me ha dejado en mi vida: coordinar entre marzo y noviembre del mismo año, el proyecto Fortalecimiento de la reconciliación y la convivencia a través de una muestra museográfica en torno a las minas antipersonal y los remanentes explosivos de guerra en Florencia, Caquetá, ganador de la II Convocatoria del Fondo Vivir la Paz, implementado por la Agencia de Cooperación Alemana GIZ. Me embarqué entonces en un viaje de ocho meses en el que me permití vivir múltiples transformaciones.

El Caquetá es el tercer departamento más afectado por minas antipersonal en Colombia (Centro Nacional de Memoria Histórica y Fundación Prolongar (2017), La guerra escondida. Minas antipersonal y remanentes explosivos en Colombia, CNMH, Bogotá) y, por tanto, las víctimas de este hecho, han generado relaciones basadas en el rencor, la desconfianza y el miedo. Este proyecto le apostó a  transformar por medio del arte, comportamientos y prejuicios hacia el otro y fortalecer lazos de convivencia y reconciliación en tres poblaciones consideradas opuestas en las lógicas de la guerra y que han sido víctimas de las minas antipersonal: integrantes de la Fuerza Pública, civiles y personas en proceso de reintegración

Kintusgi

Fotógrafo: Diego Zamora
Pieza rota y a punto de ser reparada
a través de la técnica japonesa del Kintsugi

El trabajo con las tres poblaciones durante los talleres fue un proceso conmovedor, en el que logramos consolidar una muestra museográfica itinerante llamada “Encuentros que Reconcilian” con más de 50 sobrevivientes de minas antipersonal y en el que fui testigo de su transformación. Los primeros viajes a Florencia fueron duros: duele enfrentarse a la realidad del país desde las diferentes perspectivas que ofrece el territorio y los grupos de los participantes, pero también produce satisfacción porque reitera con alegría que existen entidades en Colombia como la Fundación Prolongar, que le apuestan a la paz, desde el cuidado y el respeto hacia la diferencia. Pertenecer a una de ellas me motiva todos los días y me llena de orgullo. 

Llevar a un plano metafórico la reconciliación y la convivencia resulta retador: la metáfora significa no conformarse con cualquier expresión; ella cumple su misión cuando amplía el conocimiento, pues obliga a que una palabra vaya más allá de su significado y aporta un valor estético al sensibilizar a quien contempla una obra, lee un poema o escucha unas notas musicales.

Inspirados en la filosofía y metáfora japonesa del Kintsugi (“remiendo de oro” en español), los sobrevivientes demostraron que la reconciliación es un trabajo de todos que conlleva un paso a paso; un proceso en el que cada quien es dueño de su tiempo y de sus decisiones. A través del uso de esta metáfora reflexionaron alrededor de sus cicatrices tanto individuales como comunitarias e identificaron la importancia del pegamento dorado como un elemento bello que nos une y reconcilia a cada uno con nosotros mismos y con el otro. Al juntar las piezas rotas de los recipientes quebrados, no hubo distinciones, por el contrario, reconstruyeron lo que estaba fragmentado, dándole un nuevo valor, y al terminar, me incluyo, nos volvimos más humanos. Me di cuenta de cuán prejuiciosa había sido (todavía puedo llegar a serlo, pero cuando soy consciente de ello, intento ponerme en los zapatos del otro) y de la importancia de trabajar todos los días para acoger las transformaciones como oportunidades de vida. 

Es esencial entender que un proyecto integral requiere de un equipo dispuesto a transformarse: independientemente del cargo que ocupemos, nos hace grandes reconocer que si el propósito es transformar vidas, se debe comenzar por la propia y que el trabajo no se resume en llevar a cabo unas funciones y cumplir un rol, sino en darle un sentido a lo que hacemos desde nuestro quehacer y el de nuestros compañeros. Es un proceso y esta, una invitación a que nos permitamos ser tocados por los proyectos de los que hacemos parte.

Recuerdo que en una de nuestras primeras reuniones de equipo, alguien dijo que debíamos partir de la premisa de que todos estábamos rotos. A mí me llamó la atención que en un ambiente laboral nos atreviéramos a hablar de algo tan personal y pensé que rota no estaría yo. ¿Por qué? si tengo una vida tranquila, un pasado resuelto y un futuro prometedor. De verdad, ¿yo?, ¿rota?

Con el paso de los viajes a Florencia, el compartir miradas de arrepentimiento, perdón y esperanza, abrazos y sonrisas con los participantes (también nudos en la garganta e inmensas ganas de llorar), me di cuenta de que mi cuerpo también era un mapa lleno de imperfecciones; no tenía un pasado resuelto, sino más bien heridas, algunas superficiales y otras muy hondas, y que reconocerlas como tal me hacía más libre. Me di cuenta entonces de que el futuro no es prometedor, simplemente es una asociación necesaria al tiempo para tener control sobre él, y que en el presente tenía mucho por conciliar conmigo misma, cicatrices que podría cubrir con oro si yo quería. Le agradezco enormemente a este proyecto por haberme dado alas para hacer un alto en el camino, respirar e intentar hacer cualquier acción con un sentido. 

Han pasado dos años y muchas de las herramientas que me permití vivir en estos talleres me han servido para resolver situaciones que se me han presentado desde entonces, como la pérdida de un ser querido, las discusiones en pareja, la relación con los compañeros de trabajo y, sobre todo, la vida conmigo misma. En ese camino he descubierto que sí es posible sanar, que las transformaciones se potencializan cuando alrededor de ellas hay cargas simbólicas que las fortalecen, que la metáfora que evoca el Kintsugi puede abordarse desde diferentes escenarios del arte, como la poesía, la música, la pintura y hasta la culinaria y que no está allá lejos en el Japón como una práctica milenaria.

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